A veces me detengo y me pregunto si no me estoy olvidando de vivir. Porque en esta carrera por tener una vida mejor, por crecer, por lograr todo lo que me propongo… se me escapan cosas. Personas. Momentos. Silencios. Me obsesiono con llegar a una meta, y cuando estoy cerca, ya estoy pensando en la que sigue. Y sí, está buenísimo tener sueños, querer más. Pero, ¿a qué costo?
Lo material, los logros, las metas… claro que son importantes. Dan estructura, motivación, incluso seguridad. Pero si no hay con quién compartirlos, o si no están enraizados en algo más profundo —como el amor, el cuidado, el sentido— terminan sabiendo a poco. Como cuando comés algo muy rico, pero no tenés hambre. No llena.
Y no hablo solo de amor romántico. Hablo del amor que se da en lo cotidiano. En mirar a alguien con empatía, en cuidar a un animal, en escuchar sin juzgar, en cocinar para alguien, en dar aunque no se espere nada. A veces, incluso en escribir desde el corazón, como ahora, también hay amor.
En este camino tan enfocado, me doy cuenta de que a veces dejé de escribirle a alguien que quiero, que me olvidé de preguntar cómo estaba una amiga, que hace semanas no paso tiempo con mi familia. No porque no me importen, sino porque la cabeza está tan llena de “tengo que” que no queda espacio para lo esencial: los vínculos, la presencia, lo simple.
Y lo pienso también desde el otro lado. Qué importante es tener a alguien que te mande un mensaje de “buen día”, que te diga que cree en vos, que te abrace cuando no sabés ni lo que sentís. Eso, lo mínimo, puede cambiarte un día entero. Puede sostenerte.
Cuando uno da amor, aunque esté pasando un mal momento, algo cambia adentro. Se siente menos solo. Y cuando recibe amor, aunque sea un gesto mínimo, se siente visto, valorado, conectado. Son esas cosas las que, cuando los días se ponen difíciles, te salvan un poquito.
Porque sí, el dinero ayuda, da comodidad, da paz en muchos aspectos. Pero no hay plata en el mundo que te devuelva un abrazo que no diste, una charla que dejaste pasar, una compañía que perdiste por estar “muy ocupada”.
Nos quejamos porque no nos alcanza para tal cosa, porque no podemos comprarnos eso que queremos… y no digo que esté mal querer más, pero a veces, sin darnos cuenta, ya tenemos mucho.
Tu familia está bien de salud. Tenés a alguien que te quiere. Tenés un techo, una cama calentita, un rato de calma, alguien que te escribe para saber cómo estás.
Y eso, aunque no se compre, vale. Vale más de lo que a veces nos damos cuenta.
Entonces me vuelvo a preguntar: ¿y si no era por ahí? ¿Y si, en vez de correr todo el tiempo, me empiezo a dar permiso para frenar, mirar alrededor, y ver a quién puedo abrazar, con quién puedo estar, a quién puedo escuchar?
Porque capaz la vida no se trata de llegar… sino de acompañar, y dejarse acompañar.
A veces, lo que más necesitamos no es más tiempo, más dinero, ni más logros. Es más amor, más momentos de calma, más espacios para conectarnos con nosotros mismos y con los demás.
Tal vez la clave está en detenernos, mirar hacia adentro y hacia afuera, y entender que lo que realmente vale no siempre está a la vista. A veces, son las pequeñas cosas las que nos dan la paz que tanto buscamos.